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Miedo o progreso. La disyuntiva portuguesa

En Portugal vivimos un contexto de optimismo. Después de haber sufrido una de las crisis económicas y sociales más brutales de nuestra historia, la mayoría de los indicadores macroeconómicos muestran mejorías claras. El país se ha consolidado como una fuente de interés internacional, atrayendo inversiones económicas y turistas. Incluso varias figuras políticas portuguesas han pasado a ocupar posiciones de gran relevancia en las altas esferas internacionales.

Se abre de esta manera una ventana de oportunidades que debemos capitalizar de la mejor manera posible. Solo así podremos dar el salto cualitativo que necesitamos para pasar a ocupar el lugar que Portugal se merece en el tablero mundial actual.

Sin embargo, esta oportunidad significa también un desafío porque como sociedad y como país enfrentamos un enorme obstáculo. Y ese obstáculo es el miedo. Lo he dicho muchas veces y continúo pensando de la misma manera a pesar de que pasen los años: Portugal es un país gobernado por el miedo.

Pero ¿a qué me refiero cuando sostengo que el miedo nos gobierna? La mejor manera de proceder para entenderlo es descomponiendo la afirmación en sus dos elementos y explicándolos por separado. Por un lado tenemos el miedo. Y por el otro, el hecho de que este gobierna nuestros vidas.

El miedo es un estado emocional resultante de la conciencia de peligro o amenaza, sean estos reales, hipotéticos o imaginarios. Un sentimiento que nos protege de todo aquello que nos puede perjudicar. El primer factor de preservación de la especie humana.

Frente a este sentimiento, podemos reaccionar de dos maneras: o escapamos de aquello que nos atemoriza (recluyéndonos en la seguridad y comodidad del menor riego posible), o confrontamos la fuente generadora de nuestro temor (bajo la pretensión de superarla). Ninguna de las dos formas de proceder es a priori la mejor opción. La elección de una o la otra dependerá idealmente de la evaluación que hagamos caso por caso de los pros y contras de actuar de tal o cual manera. Es decir, no es más ni menos que un análisis costo/beneficio.

Sin embargo, nuestro día a día es muy complejo, dinámico y la mayoría de las veces no tenemos tiempo de sopesar detalladamente un curso de acción respecto a otro. Lo importante es entonces aprender a aprovecharnos del miedo como una herramienta de supervivencia (aquella que nos impide hacer todo lo que nos puede afectar negativamente) evitando que se vuelva un obstáculo insalvable (aquel que nos domina e inhibe de asumir una actitud de crecimiento y desarrollo completo).

Esto es lo que entiendo por miedo. Una idea relativamente simple e intuitiva. Sin embargo, desde mi punto de vista, esta caracterización aplica también al nivel de la sociedad. Todas las sociedades enfrentan constantemente situaciones de riesgo, decisiones complejas que generan tensiones. Y la forma en que reaccionan ante el miedo determina su capacidad de desarrollo y de promoción de sentimientos de coraje y autonomía, esenciales para el crecimiento de la persona y de los pueblos.

La vida de los países y su capacidad para participar más o menos activamente en el desarrollo mundial está así condicionado por la forma en que lidian con el temor. Y cuando las sociedades no logran aprovechar el miedo como una herramienta y sucumben al miedo como obstáculo, es cuando pasan a ser gobernadas por él.

Al pensar en la historia de Portugal, a todos nos gusta recordar aquella etapa en que nuestro país asumió sus grandes batallas y logros, explorando los mares y afirmándose como conductor del mundo. Aquella época en que los navegantes portugueses se aventuraron a lo desconocido, sabiendo de las enormes posibilidades de fracaso y apostando a pesar de ello en su ingenio e inventiva.

En algún momento, sin embargo, sucumbimos al miedo y dejamos que éste se apoderase de nuestro día a día. Sucumbimos al miedo al fracaso, al miedo a arriesgarnos. Los portugueses perdimos el ímpetu emprendedor, el afán aventurero y al entregarnos al miedo, optamos por la seguridad de un Estado sobreprotector antes que a la incertidumbre del riesgo. Nadie se vio más resentido por este proceso que el empresariado portugués.

Este sector, que debería ser justamente el dinamizador de la sociedad y la economía, el motor del cambio y el progreso social, se volvió adverso al riesgo. Y no existe mayor contradicción que un empresario que no se atreve a arriesgarse. De esta manera, el Estado supo aprovechar el temor del empresario y en su afán protector coartó su autonomía, creando una profunda dependencia e imposibilitando un genuino desarrollo empresarial portugués.

Creo, sin embargo, que la mentalidad de los empresarios está cambiando. Este nuevo contexto de optimismo viene acompañado también de una mayor apertura a emprender. Las nuevas generaciones, sus empresas y en especial las PYMEs están llevando adelante sus negocios con más autonomía y desde la Cámara de Comercio e Industria Portuguesa estamos empeñados en ayudarlos, sabiendo que éste es el camino.

Sólo conseguiremos progresar como sociedad y como país únicamente cuando nos liberemos de los grilletes del temor y asumamos con coraje las riendas de nuestro propio destino. Los empresarios tenemos una gran responsabilidad a este respecto y debemos asumirla.